"Tengo que estar sola con Horacio, vivir con Horacio, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que él busca y que también tú buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también buscarás como un gran tonto".

jueves, noviembre 09, 2006

La búsqueda como motivo en Rayuela de Julio Cortázar


Reproduzco aquí la primera parte de un texto de Félix Terrones, hablando sobre varios tópicos de Rayuela:


"La primera intención que se tiene al aproximarse a un texto narrativo es la explicitación de las coordenadas de la anécdota, reseñar el perfil de los personajes y establecer las relaciones entre ellos para, a la luz de la interpretación, otorgarle un sentido a todo esto. Nosotros seguiremos en cierta medida este esquema pues en la novela que analizaremos se subvierte el orden temático tradicional a favor de la concepción del autor –implícita dentro de la ficción– de lo que es, o deber ser, una novela, como producto social de lenguaje. Y esta subversión imposibilita el realizar una crítica que deje de lado la reflexión acerca de la novela como género, asunto tan relevante en Rayuela que sin él se relegaría la poética que alienta el texto y solo se enumeraría algunos aspectos considerados de relevancia.
Así, este trabajo presentará una disposición estructural similar a la del libro, orientada básicamente en función a los espacios - Paris y Buenos – y los cambios que el protagonista atraviesa en ellos durante su búsqueda. Entendemos búsqueda en el sentido de derrotero físico y emotivo en función a un fin: como es obvio nos movemos por uno de los tópicos más caros a la literatura que va desde la mitología griega, pasando por el Chrétien de Troyes,hasta el mismo Marcel Proust; sin embargo, en Rayuela el objetivo es singular. ¿Cuál es el objetivo? Ningún otro que la identidad final basada en la extrapolación del principio dialéctico – entendido como alienante por Oliveira - y ajena a las determinaciones de nación, sociedad o cualquier término heredado sin problematización. Más allá de si el objetivo de Oliveira pueda pasar por romántico, como se ha indicado en numerosas ocasiones, nosotros analizaremos su derrotero en las siguientes páginas para, hacia el final, cuando nos toque interpretar la tercera parte del libro, entroncar su búsqueda con la de otro personaje: Morelli.
De este modo, al final procuraremos haber dilucidado un aspecto que consideramos que, pese a su simpleza, ha sido poco señalado por la exégesis cortazariana: es el motivo de la búsqueda como recurrencia durante toda la narración. Además, dadas las características singulares de la ficción que se plantea en Rayuela este motivo atravesará la narración misma para reflexionar sobre los alcances, los senderos y las posibilidades del lenguaje como novela. Tema y lenguaje, anécdota y sintaxis, los hilos entre unos y otros no se encuentran separados sino todo lo contrario, ambos se entrecruzan y reclaman mutuamente.

I. Paris o las formas de la razón

En principio, Rayuela se lee de dos formas: una, la corriente, en la que las páginas se suceden hasta tres asteriscos que significan “fin”; otra, la alterna, en la que el lector salta páginas y capítulos en un aparente desorden receptivo. Esto no quiere decir, como es evidente, que se trate de lecturas canónicas: dentro de la dinámica del libro, la postura o la interpretación que le da el autor a su texto se encuentra en una posición horizontal con su lector o co-autor, como prefiere llamarlo Cortázar. Así, bien podemos seguir estas instrucciones, nunca indicaciones, como podemos obviarlas, es decir, leer el libro a nuestro antojo(desde luego, según el ideal de lector que plantea la novela). ¿Es un capricho el de Cortázar, como se le ha achacado, o, por el contrario, hay una razón subyacente a todo esto? ¿Hay mucha diferencia entre una y otra lectura o solo se trata de la amplificación de anécdotas? ¿Tiene repercusiones en la recepción no leer el texto más que en una de sus formas?
La primera de las lecturas comienza nada más abrir el libro y se extiende hasta el capítulo 56, cuando Horacio Oliveira, el protagonista, parece caer de la ventana de un sanatorio bonaerense. Se encuentra dividida en dos partes bien diferenciadas: Del lado de allá (París) y Del lado de acá (Buenos Aires). Y se diferencian no solo en lo que corresponde a los personajes que tiene cada uno de los espacios, sino también en el tono que lleva el derrotero de Oliveira. Si en París camina por las calles como un flaneur, en una sucesión de anécdotas que tiene como objetivo adquirir la manera en que la Maga se mueve por el mundo, esa negligencia inconsciente, esas respuestas sin preguntas, parece que Buenos Aires es el lugar donde termina, recluido en su departamento, el circo o el hospital, por cerrar su espacio y donde no le queda más que recordar el pasado junto a ese fantasma que antes llamó Maga o Lucía. Acabamos de escribir que se trata de dos partes diferenciadas, pero quizá, a partir de lo dicho, convenga hacer una aclaración. Ellas, París y Buenos Aires, son ciudades reunidas por este personaje que se constituye en el referente central –no es casual el adjetivo– de la novela.
Oliveira es un exiliado (a su manera también lo es en el mismo Buenos Aires)que debe estar rondando los cincuenta años y que se dedica a la escultura. Durante el periodo que se narra en la novela, parece llevar ya un buen tiempo en Francia, dedicado a un confuso negocio con un librero y a buscar por la calle pedazos sueltos de latón o cualquier cosa para armar sus esculturas. Así,esa realidad artística que él elabore con ellas, esa dimensión y valor nuevos, lo serán en tanto reúne estos objetos encontrados y les da significado dentro de un nuevo código. Lo mismo que Marcel Duchamp con sus ready made, Oliveira hace esculturas con objetos que, en principio, poco o nada tienen de artístico,es la intención subversiva del artista la que los hace arte2. Es en la dispersión que nuestro personaje reúne bajo un mismo signo tenemos ya una primera búsqueda: como artista, Oliveira procurará encontrar una unidad atrás o más allá de objetos.
Quizá, si tenemos en cuenta la tradición literaria rioplatense, puede resultar un lugar común esta especie de viaje iniciático por Paris, pero quien ha leído la novela sabe que él tiene rasgos muy particulares. Oliveira es un excéntrico desde el momento en que ha renunciado a la complacencia y la seguridad que puede brindar una vida burguesa. Como es evidente, es muy consciente de esto, una conciencia de un estricto rigor lógico que, si bien le da una posición crítica, lo deriva en un asombro y una búsqueda que poca tranquilidad le permiten. Hay un pasaje representativo en este sentido pues en él Oliveira afirma su temprano divorcio del “instalarse confortablemente en esa supuesta unidad” que, según le parece, es perniciosa desde el momento en el que cierra las puertas a las preguntas o introduce en una dialéctica tan efectiva de “pelota y pared” (2, 135):

La cuestión de la unidad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año treinta,había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía que montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por el correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaba de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzando a valerse del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera licenciarlo y seguir - ¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?- hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin conciencia razonante aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y mirando el culito al aire de Rocamadour y dos dedos de la Maga yendo y viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste. (19, 216).

La unidad, según la plantea, no es aquella pronta aceptación de principios que resulta perniciosa por su carácter heredado, nunca sometido a cuestionamiento. De este modo, la cita es representativa en la medida en que ella nos expone la exacta medida de la problemática de Horacio: mientras percibe una sociedad cuyos individuos reciben acríticamente un lenguaje que los trasciende para alojarlos en categorías que los limitan, él sentirá necesario buscar una dimensión humana mas consciente y al mismo tiempo más “entrañable”, similar a esa manifestada muchas veces en lo físico como los excrementos o el culito al aire de Rocamadour, el hijo de la Maga que, en sus berridos, es animalizado desde la perspectiva de Oliveira. Sin embargo, esta búsqueda se concretizará, paradójicamente, gracias al mismo lenguaje y sus palabras, esas perras negras. Descubrimos, entonces, que no se trata de una renuncia al lenguaje, sino de darle su exacto valor,torcerle el cuello para que sea medio de revelación, antes que un velo sobre los ojos o paliativo de enajenados. Sin palabras llegar a la palabra, quizá sea esta una de las frases que mejor podría resumir a la novela en todos los niveles (literario, social, lingüístico y estético) pues resalta el hecho de procurar la unidad no en un lenguaje heredado, sino en el lenguaje como meta de identidad. En la tercera sección reflexionaremos en detalle sobre esto ya que, por ahora, es suficiente remitirnos a Oliveira como un personaje que anhela esta identidad por encima de las díadas - el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia - que Occidente, y su historia, y su tiempo, ha naturalizado para hacer de ellas un fin que, en lugar de permitirle ser más humano, lo apartan de él.
En este sentido es imposible dejar de lado las influencias existencialistas en la novela. El hombre, tal y como parece entenderlo Horacio, está antes de esa unidad lingüística que le hace afirmar, digamos, que es un ciudadano, un padre de familia, un católico, un policía, etc, atributos que no son más que síntomas de la asunción de rasgos que reducen, con el tiempo, su existencia. El hecho de lo que haya elegido ser supone una renuncia: de ahí su tragedia, de ahí su responsabilidad. Jean Paul Sartre afirmaba que el hombre se proyectaba sobre el mundo a partir de sus elecciones, por lo tanto, dependía de él hacerlo con responsabilidad para de ese modo no solo elegir su destino, sino también en él, el de los demás. Y esta proyección solidaria, lo mismo que con Horacio, es anterior a cualquier esquematización o definición. No obstante, Rayuela se aparta del existencialismo en su concepción del lenguaje porque éste sí precede y además trasciende la experiencia humana, restándole libertad y, por lo tanto, elección, más allá de cualquier posibilidad de evasión. Se trata de un lenguaje que, además de cerrarse sobre los individuos, hace de ellos instrumentos de cambio, delineando sus sentimientos e ideas. Las consecuencias de esto son mucho más desoladoras desde el momento en el que se reconoce que nadie puede escaparse al lenguaje y su determinación de nuestros sentimientos y anhelos (de ahí el recelo del protagonista: la soberbia venganza del verbo contra su padre).
Horacio Oliveira dejará atrás una sucesión de experiencias determinadas, consciente o inconscientemente, por su búsqueda de un centro, la necesidad que tiene de llegar a una utopía en la que se termine eligiendo no un partido, sino lo humano; una utopía en la que se olvide el contrabando dialéctico de la filosofía y su racionalidad; utopía escamoteada por los valores y leyes refrendados por la costumbre y su imperio. Este afán lo llevará a entrever el centro en muchos pasajes de la novela –con Berthe Trépat o en la muerte de Rocamadour, también en el jazz, por ejemplo– para, lo mismo que Tántalo, esforzarse por alcanzar la promesa de realización tan cercana como la Maga. Y si Tántalo, aquel rey condenado por los dioses a estirarse por siempre para alcanzar unas manzanas, jamás podrá hacerlo, el protagonista de Rayuela querrá culminar su búsqueda, llegar a esta utopía que es el cielo sin éxito por culpa del medio que utiliza: la razón.
Es cierto que Oliveira es un excéntrico, un sujeto que desconfía del lenguaje, un hombre que busca una verdad atrás de los antagonismos occidentales, como ya hemos señalado, pero, paradójica condición, él es tan racional que siempre termina por reducirlo todo a una identificación de dicotomías –París, Buenos Aires; Occidente, Oriente; lo Masculino, lo Femenino, etc.– sin mayor dialéctica posible. Hay que añadir que él es muy consciente de esto, es más, repetidamente lo expresa: “a fuerza de tener la excesiva localización de los puntos de vista, había terminado por pesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo, a mirar desde el fiel los platillos de la balanza” (3,141). Y la conciencia no solivianta el pesar, muchas veces lo lleva a una suerte de envidia hacia quienes viven ajenos a esta racionalidad categorizadora (su relación con la Maga puede ser leída de este modo) o al mero quietismo: la lucidez terrible del paralítico, la ceguera del atleta perfectamente estúpido (3,141). Mientras tanto pasa el tiempo en París y Horacio, junto con los demás, todavía no consigue ese “kibbutz del deseo”. Quizá este paso del tiempo, en el que el ser humano termina instalado en lo consuetudinario y habitual, se plantee desde el nivel onomástico. Horacio es un nombre cuyo significado es “consagrado a las Horas”, las diosas de las estaciones del año (Eunomía, Diké y Justicia). Esto en lo concerniente al mundo griego, pues en el mundo egipcio las Horas del inframundo eran representadas como dos grupos alrededor de una serpiente enroscada cuyo significado era el no tiempo o el presente infinito3. Y es precisamente la extrapolación de un tiempo que no transcurre sino para sensualizar más las formas, que se sucede vertiginosamente sin respuesta para acentuar el fracaso, uno de los anhelos de Oliveira y de sus amigos del Club de la Serpiente.
¿Qué decir del Club de la Serpiente, ese conciliábulo de intelectuales y artistas, todos perversos, todos mediocres, que se reúnen en el piso de los americanos Babs y Ronald? ¿Cómo referirnos a cada uno de ellos si, fuera de la pincelada de personalidad que se les da, parece que dentro de la novela funcionan más como grupo, el círculo de quienes rodean a la manzana del conocimiento? Quizá sea suficiente resaltar que en ellos se encuentra el eco colectivo, una amplificación, de nuestro protagonista pues ellos también son exiliados reunidos en Paris buscando una respuesta a esa inquietud metafísica que los reúne. En este sentido sus discusiones buscarán indagar por una instancia de comunión y reconocimiento en la realidad y, sobre todo, en la representación de esta realidad: el arte (Etiennne es pintor, Horacio es escultor, el magnífico capítulo 17 finaliza con la exaltación del jazz, ese medio “burlaaduanas” para recuperar una “forma arquetípica”).

—Volvé de Benarés —aconsejó Etienne. Hablábamos de Morelli, me parece. Y para empalmar con lo que decías se me ocurre que ese famoso Yonder no puede ser imaginado como futuro en el tiempo o en el espacio. Si seguimos ateniéndonos a categorías kantianas, parece querer decir Morelli, no saldremos nunca del atolladero. Lo que llamamos realidad, la verdadera realidad que también llamamos Yonder (a veces ayuda darle muchos nombres a una entrevisión, por lo menos se evita que la noción se cierre y se acartone), esa verdadera realidad, repito, no es algo por venir, una meta, el último peldaño, el final de una evolución. No, es algo que ya está aquí, en nosotros. Se la siente, basta tener el valor de estirar la mano en la oscuridad. Yo la siento mientras estoy pintando. (99, 618)

Más adelante, cuando toque reflexionar acerca del papel que tiene Morelli y sus textos en Rayuela, abundaremos en la interpretación de su lugar en la novela en este momento es suficiente enfatizar su relación con el Club. Morelli les otorga, literalmente, la llave del conocimiento a los integrantes del Club quienes acuden con ella a su piso para arreglar los papeles, extrañados de haberlo tenido tan cerca sin saberlo. Mientras lo hacen, discuten, interpretan, los alcances estéticos y sociales de su libro, del cual Rayuela es un doppelgänger, En boca de Etienne descubrimos el compromiso estético del arte como actividad, es decir, buscar la promesa no en el futuro sino en el aquí y ahora. Tenemos expresada una indirecta crítica a la Modernidad y su proyecto de realización en un futuro que es visto como promesa de bienestar (Comte y Marx son, de este modo, intérpretes del futuro que le espera al hombre) 4. Entonces, mediante la reafirmación del presente, frente al futuro, el reconocimiento de que él también es humano, este ratifica la responsabilidad existencialista del hombre. Además, explicita el propósito del Club de la Serpiente.
Ahora bien, los miembros del Club de la Serpiente no llegaran a ninguna parte porque esa razón crítica, que los ayuda a ser conscientes, a no dejarse embaucar por espejismos o parábolas, los condenará a negarse sin fin para perpetuarse, poder ser en el cambio. Al examinar sus principios, y en ellos los de Occidente, el Club de la Serpiente traza sus fronteras, “se juzga y, al juzgarse, consuma su autodestrucción como principio rector”. La razón crítica que ellos utilizan “se identifica con la sucesión y con la alteridad”. Así, si bien se reacciona contra el espejismo del futuro, esta reacción está envenenada porque es el resultado de la operación moderna por excelencia: la reflexión y la razón que cuestionan, la crítica en sus heteróclitas transformaciones que se destruye para renacer5.
Sin embargo, siempre hay alguien, una mujer, que se escapa a esta paradójica condición. Ella es la Maga quien, pese a haber tenido un papel activo en la formación del Club, será una excéntrica dentro de él, a quien se le acepta pese a ser no tener el nivel suficiente para participar de las discusiones, una “inconsciente”6. Con ella, o su idea o recuerdo, se abre la novela en su forma tradicional.

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguirlas formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado pare escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico (1, 119).

¿Encontraría a la Maga?, esta es la pregunta con la que se abre el libro en un franco paralelo, como vamos viendo, con la indeterminación que guía las páginas de la primera lectura. De entre todos los personajes de la novela, ella tiene un vínculo muy intenso precisamente con el más cerebral o reflexivo, Oliveira. Y esta orientación por la reflexión, repetimos, es la que lo lleva a la búsqueda de un paraíso sobre la tierra – kibbutz, rayuela – a asirse de una verdad por encima de las contingencias (representadas en el río de Heráclito sobre el que se extiende el puente). Entonces, la pregunta con la que se abre el libro es la explicitación de la característica de perseguidor que tiene el protagonista, como si desde el inicio se nos hubiera querido plantear el leitmotiv de búsqueda que pesa sobre Oliveira. Lo curioso está en que se trata, la pregunta inicial, de un cuestionamiento por alguien concreto, y no una doctrina o sistema. Y este alguien concreto es la Maga, una mujer en la que el protagonista identifica una negligencia de formas, entonces ajena a su sistematizar constante y frenético, una seguridad inconsciente que la hacen sujeto de los afanes por comprender, una sola vez, el mundo como ella lo hace. Por otro lado, es conveniente resaltar en este punto la inteligente lectura que le da Kathleen Genover a este comienzo del libro. El párrafo citado está escrito solamente en pretérito imperfecto (encontraría, había) lo cuál le da a los hechos el carácter de reiteración en el tiempo. No obstante, el siguiente párrafo introduce un adverbio –ahora- tras el imperfecto: Pero ella no estaría ahora en el puente. De este modo, el lector se ve transportado de inmediato a una nueva cronología de los hechos, un lugar en el que se fusionan pasado con presente. Y es esta ambigüedad cronológica de pasado, presente y futuro una constante en la novela, como si los hechos narrados se eslabonasen por la sola memoria de Oliveira y su flujo que con su capricho “atrae la atención hacia un evento, incidente o circunstancia7”. ¿Desde qué lugar habla Oliveira? ¿En dónde está, y en qué condiciones, nuestro narrador se expresa para que elija abolir una relación “normal” de los hechos? No lo sabemos, la respuesta a esto se elude durante toda la novela. Sí queda claro, en cambio, que se trata de una costumbre casi ritual el buscarse sin encontrarse por las calles de París. Antes que ser una búsqueda a la luz de la razón por senderos ya conocidos, ambos hacen de los encuentros fortuitos el medio de construcción de su relación y resaltan, de ese modo, el margen de azar y contingencia que es la cuota necesaria para acceder a la realidad anhelada por Oliveira.
¿Cuál es la razón para que Horacio piense constantemente en ella, incluso cuando ya se ha quebrado cualquier puente y solo el recuerdo la mantiene vigente? Quien ha leído la novela advierte que Horacio la busca porque es ella quien encuentra o, mejor dicho, tiene sin saber. La Maga en sus distracciones, en su negligencia, en su ignorancia y, sobre todo, en su amor por Rocamadour, está del otro lado donde no hay más lógica o razón crítica, y donde es, parafraseando la cita antes aludida, la palabra sin la palabra. La Maga representa otra forma del Cielo de la Rayuela, un cielo sin términos antinómicos en el que se encuentra instalada y que Oliveira – el jazz, la música en general, la discusión – entreve nada más que para codiciar: ¿Encontraría a la Maga?
Esta pregunta inicial -¿Encontraría…?- abre la dificultad del vínculo entre las personas y coloca a alguien del otro lado para motivar el acceso o la comunión en la pareja a partir del encuentro, siempre momentáneo y nunca completo. Horacio Oliveira, anegado en los prejuicios que le provocan una actitud ambivalente de desprecio y respeto, no llega a cruzar los puentes, mientras ella hace y deshace los puentes. Desde luego, siempre estará presente el anhelo de completitud que tiene Horacio y lo empuja a codiciar la perspectiva de la Maga, que no es más que el fin de su búsqueda (la respuesta a la pregunta no es la Maga sino su forma de ver el mundo).
No obstante, ¿cómo caer en el amor, al que se le considera la instancia de humanidad y de encuentro, utilizando las mismas palabras de las que se desconfía? Más aún, ¿cómo amar sin repetir la costumbre, los tópicos entre los amantes convencionales? Líneas arriba nos referimos al lenguaje como propiciador del esclerosamiento del carácter, debido a su papel de velo de la realidad, obstáculo entre el hombre y su ser más profundo, toca ver cómo, a partir del glíglico, el lenguaje puede convertirse en la explicitación de la búsqueda por darle nueva materia verbal al amor.
En el séptimo capítulo del libro encontramos la declaración del amor como instancia de creación: Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano […] hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara (7, 160). Es precisamente esta cualidad del amor la que atrae a Oliveira, la de jugar a reinventarse (92, 589) – Cortázar parafrasea a Rimbaud – en una constante que le puede dar la posibilidad, o el espejismo de ella, de que por un instante entiende el mundo como lo hace la Maga, de que ha atravesado el último de los puentes. Y tal vez este anuncio del amor como motivo es explotado de una manera más intensa en el capítulo 68 que narra el encuentro entre ambos amantes.

[…] Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio les encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias. (68, 533).

Después de leer este capítulo es imposible no pensar en Alfred Jarry como una influencia en el autor de El perseguidor. Creemos que un estudio que realice un paralelo entre ambas poéticas sería útil no solo para determinar cuánto retoma Cortázar, sino también para resaltar cuál es la tradición con la que entronca Rayuela8. Pensamos básicamente en el Ubu Roi, drama con un comienzo explosivo: Mierdra (palabra disparate que ha llevado a preguntarse por su sentido a críticos como Jacques Lacan y Chassé). En ese Mierdra encontramos la pólvora para dinamitar al lenguaje desde dentro, incrementar sus horizontes, y al mismo tiempo vaciarlos al demostrar la arbitrariedad del signo y, con ella, la posibilidad e(sté)tica de renovar el lenguaje literario con nuevos significantes, que Jarry utiliza para delinear la personalidad carnavalesca de su marioneta del poder, el padre Ubú. Pero, a diferencia de Jarry quien corroe el poder del inefable padre con los neologismos, Cortázar les dará una significación ritual a ellos pues, perdido su significado tradicional, no se quedarán en la simple explosión sonora. En lugar de ello los neologismos adquieren su significado en su creación conjunta: tanto Horacio como la Magas lo conocen, nadie más. El acceso al conocimiento es exclusivo de ambos y de sus días como amantes, de ahí el carácter ritual en el que se transfigura el uso común de las palabras en función al descubrimiento.
Esto no quiere decir, sin embargo, que nosotros como lectores descubramos significantes vacíos, y por lo tanto estemos en las afueras, excluidos, pues muy bien extrapolamos un sentido del capítulo entero. La razón es el hecho de que más allá de que se trate de un cambio de vocabulario este no afecta a la sintaxis. Además se mantienen algunos sustantivos y verbos. De este modo, al mismo tiempo que consigue reinventar el lenguaje del amor, Cortázar consigue colocarnos, como lectores, en el límite de la comprensión y la no comprensión, el umbral mismo de la revelación que, en la narración, los mismos personajes anhelan. No obstante, a diferencia de nosotros los lectores, Oliveira no atraviesa este umbral pues esa sensación de haber encontrado por fin el cielo se deshace muy pronto.9
Este último aspecto se resalta muy bien, por ejemplo, si tenemos en cuenta la ubicación del capítulo siete antes mencionado. El capítulo precedente (6) se dedica a relatar la manera habitual que ambos tenían para encontrarse por Paris. Por su parte, el que le sigue da cuenta de sus acostumbrados paseos por la Quai de la Mégisserie donde ambos se dedican a ver peces. Tenemos, entonces, que el capítulo de tono exaltado se encuentra entre otros dos que no son más que informativos, como si incluso en la disposición de lo narrado se buscase resaltar que ese es un instante de completitud destinado a ahogarse en lo consuetudinario 10.
Ahora bien, si Horacio puede entrever el amor como lo entiende la Maga y, de ese modo, sentirse completo, jamás puede comprender el vínculo, otra forma de amor, que ella guarda con su pequeño hijo, Rocamadour. El bebé de la Maga es un personaje absolutamente escatológico en el que siempre está resaltada la dimensión física: las heces, el ano, la saliva. Así, las dos personas en la vida de la Maga son totalmente antagónicas: Horacio, el obseso racionalista; Rocamadour, el niño sin palabras, solo corporalidad. Entre ambos, la Maga se establece como dialéctica, el tercer vértice del triángulo. Solo si tenemos en cuenta esto último podemos entender la separación entre Oliveira y ella tras la muerte de Rocamadour, pues con la desaparición del bebe, la Maga pierde una parte de su identidad. Más aún, es después del capítulo 28 que se le deja de llamar de manera sistemática con el nombre adoptado por su fantasía para referirse a ella cada vez más con su identidad primera: Lucía.
La desaparición de la Maga es la primera instancia en la desarticulación del Club de la Serpiente. Después de las peleas de Ossip con Oliveira, discuten este último y Ronald, desparecen algunos miembros y nuestro protagonista decide alejarse del Club para, hacia el final de capítulo, terminar sus confusos días en un incidente policial con una clocharde11. Paris como espacio de búsqueda de una realidad esquiva, pero expectante a cualquier vuelta de esquina se ha quebrado, solo queda los días que se suceden en una enferma repetición de modos y actitudes ya perdidos. Es entonces cuando Oliveira decide regresar a Buenos Aires, la ciudad latinoamericana que dejó tiempo atrás".